Medio siglo de Prisión Verde


por ARMANDO GARCIA


Ellos lo recuerdan. Sus amigos aún tienen, inmarcesible en el frescor del cariño, la estampa briosa de aquel mestizo cimarrón. Pleno. Vital. Ca­mina, midiendo el cascajo integral y la polvareda de los atajos de su ciudad. Las ocho calles y las siete avenidas le van quedando ya pequeñas. El, due­ño del mundo, las anda vestido, de punta a punta, almidonado, delicado en su traje de blanco dril.
Allí está en el corredor de la casa de bahareque. Libro en mano. Via­jando por el universo. Sentado en la silla de bejucos, al otro lado, enfrente de la iglesia, casi al par del Cabildo. De cuando en cuando, alza la negra pupila, medita y ve La Ceibita clavada de raíces milenarias en el corazón de la plaza.
Todas lo miran. Las mujeres, sus admiradoras de entonces, sienten hu­medad en el mismo lacrimal en donde alojaron una vez, y para siempre, la sensualidad de sus piropos. Suspiran, con la misma emoción, al desempolvar los días. Aseguran no olvidar jamás la frondosidad mulata de labios fru­tecidos. Los mismos que restallaron, reventados de turgencia, repletos de marfil dicente, sonrisados, acariñan­tes, de blancor.
Otros, siempre fratemos ‑tremola­dos, como tocados por marimba‑, lo retrotraen deportivo, invencible capi­tán, sudoroso, invicto, dirigiendo a la oncena del equipo de sus pariguales, el Aguán Deportivo. Es el mimo equi­po de las serenateros. Los estreme­cedores. Los urgidos subvertidores de los balcones solitarios, los exterminadores del enjaulado corazón.
Sus paisanos saben de la mar de libros de su Cuarto Brujo. De su orgánica pasión por contar. De la tes­timonial, mayúscula y viril, letra viva de su tiempo. Aseguran que los se­cretos de las cosas bellas del mundo y la vida las aprendió de su madre. Y que el arte y la rebeldía le llegaron también desde esa misma vía nutricia. Sostienen que su única universidad fue la misma en que, alguna vez, abre­varon los Grandes Maestros de la hu­manidad, el diario vivir...
El, supo de la dicha que prodiga el vino. El, conoció la alegría del pe­regrino que regresa a casa. El, conoció la dulzura de la sal con que se amasan los caminos de la humanidad. El, sa­boreó el amargor de la hiel y la miel de la que están fabricados los cimien­tos de la patria. El, conoció de la pol­trona donde se arrellana la soberbia. El, supo de la delicada sabiduría de los pueblos llanos. El, abrevó de la fuente de donde mana el arte. El, sabía del método, del flujo y reflujo, de las espinas y las piedras, de la dentellada y de los muros que hay que salvar para llegar a la felicidad y la espe­ranza...
Así dicen que era. Hijo, como cual­quier hijo de vecino, de una mujer hacedora de flores y guirnaldas; tea­trista de veladas y promotora cultural; despertadora de espíritus y lectora de espesas noches y madrugadas largas. Su Padre, un bendito hombre de Dios, un sacerdote, un pueblerino cura pá­rroco cualquiera. Isabel Amaya, la mamá; Guillermo R. Amaya, el papá. Binomio creador de la criatura más prolifera de la literatura hondureña.
Sus libros, más de una treintena, han dado mucho de qué hablar. Se puede decir mucho de ellos ahora que medio ha cambiado la hueca oquedad de la caverna dominante. Los escritos de este hombre han despertado el más enconado de los odios y revivido el más diáfano amor entre los humanos. Su pluma, polémica, es la más querida y la más odiada.
Hoy, este año, su novela, Prisión Verde, cumple cincuenta años, medio siglo de batalla frontal contra la ig­nominia... Ha sido el libro más per­seguido del país. Por mucho tiempo fue prueba de convicción para el en­carcelamiento. Sus primeras ediciones fueron traídas, desde México, por pun­tos ciegos (vive la memoria de Julio Andrade Yacamán para contarlo). Va­rios cristianos de los Campos Bana­neros perdieron su vida o fueron a dar a la cárcel por la osadía de guar­darla, prestarla, leerla, regalarla o ven­derla. Los Comandantes del Cariato calentaron la frialdad de alguna de sus noches con la llama de sus páginas quemantes. Los viejos de mi pueblo aún bajan la voz al sólo mencionar su nombre. Muchas veces fue ente­rrada viva en la soledad de los patios después del Golpe de Estado.
el año 119, Prisión Verde, cumple cincuenta años de haber sido escrita, por un centroamericano de Honduras, nacido en Olanchito, Yoro. El era, se llama y se llamó: Pedro Ramón Amaya Amador.
fuente: (Publicado en Diario La Prensa, 20 de noviembre de 1995)
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